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Impertérrito e inextricable como de costumbre, Roberto Baggio, el mejor jugador del mundo, se acerca al balón y lo sitúa en el punto de penalty. Va dando pasos hacia atrás para tomar carrerilla. Dirige un par de miradas breves al árbitro, esperando el permiso para lanzar desde los once metros. ¿Qué está pensando durante esos instantes? Resulta imposible saberlo y menos a través de las cámaras de televisión; si hay un futbolista hermético, ese es precisamente él
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