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Aprincipios del siglo pasado, en cada corrida de toros, morían despanzurrados muchos, demasiados caballos. La suerte de varas, la que protagonizan los picadores, se hacía sin poner un peto a los equinos. Así que cuando el toro alcanzaba al cuaco —no siempre ocurría—, éste terminaba con las vísceras de fuera. Hoy esa salvajada es historia, y a pocos de los que nos gusta la fiesta brava se nos ocurriría pedir que el rito vuelva a “sus orígenes” para que se les quite la protección a los jamelgos.